Suena el timbre y los alumnos salen disparados de sus sillas rumbo a un ansiado y merecido patio. El taller ha terminado y, bocata en mano, algunos estudiantes pasan por enfrente de mi mesa para darme las gracias. Les devuelvo la gratitud con la mirada mientras sigo ordenando las tarjetas con emociones que utilizo en las dinámicas. Ya con el aula vacía, se me acerca un último chico de carácter introvertido para entregarme una nota de papel doblada. El gesto me pilla desprevenido, pero antes de que se marche le pido si puedo leerla con él presente. Asiente con la cabeza y se queda a mi lado.
La nota contiene una serie de opiniones sobre el taller a cuál más pesimista, con frases cómo “estos talleres no sirven para nada”, “las personas que hacen bullying seguirán haciéndolo” o “solo consigues que quién ha sufrido acoso lo pase mal recordando”. A medida que voy leyendo no puedo evitar conectar con el dolor acumulado que hay tras aquellas desoladoras palabras. Al terminar la nota, respiro y (no sin resistirme primero) asumo una triste posibilidad: puede que este chico tenga razón. Me bajo de mi pedestal positivista desde donde tanto me gusta ver la vida, me siento a su lado y rindiéndome a la ternura que habita en mí le pregunto: ¿cómo estás?
Sus ojos se tornaron vidriosos, pero su voz permaneció fuerte y serena a lo largo de casi todo su relato. El chico había sufrido bullying en primaria. Una serie de compañeros se burlaban de él constantemente, llegando incluso a agredir físicamente en varias ocasiones, haciendo de su vida un calvario. Fue tan duro para él que empezó a aislarse en sí mismo. Dejó de relacionarse con la gente, incluso se alejó de amigos que eran importantes. El tiempo pasó, los compañeros dejaron de meterse con él, pero él sentía que ya no era el mismo. Y lo que más le dolía era (fue aquí donde su voz se quebró por primera vez) que se sentía culpable por haber perdido amistades muy valiosas. Fue gracias a transitar ese dolor en compañía y a dejar salir alguna lágrima que pudimos descubrir cómo, detrás de esa soledad, existían todavía las ganas de volver a tener a sus amigos cerca. Y algo cambió en su mirada.
Al despedirnos y como si de pronto se hubiese dado cuenta de un grave error, empezó a disculparse por lo que decía en su nota. Yo le sonreí y le dije que su nota era perfecta, pues era algo que necesitaba ser expresado y que su valentía nos había permitido compartir un momento muy bonito. “No sé si las personas que agreden dejarán de hacerlo. Pero yo me voy mejor, así que gracias.” me dijo devolviendo la sonrisa. “Yo tampoco lo sé. Pero gracias a personas cómo tú vale la pena intentarlo.” contesté mientras salíamos de clase.